III
Lin Zin era chino y vivía en
Singapur con su mujer y sus hijos. Había nacido en 1900 y se había casado a una
edad avanzada, por eso sus hijos todavía eran pequeños y él ya era bastante
mayor.
Lin Zin trabajaba como mayordomo de
la autoridad más importante de la isla: el gobernador británico representante
de su majestad y del imperio.
A Lin Zin le gustaba mucho su
trabajo, y su vida transcurría plácidamente entre las paredes de aquel palacio
y las de su propia casa mucho más modesta.
Pero en 1942, la vida de Lin Zin
cambió radicalmente.
En la sala del palacio del
gobernador de Singapur se oyó un «ring» de teléfono. En aquel instante, sólo el
gobernador y Lin Zin estaban allí.
El gobernador, sir George Mc
Pherson, era un hombre muy mayor. La reina de Inglaterra lo mantenía en ese
cargo a pesar de su edad porque confiaba completamente en él. El gobernador
había dado pruebas de merecer su confianza, así que la reina prefería contar
con él en vez sustituirlo por otro más joven a quien no conociera tanto.
A sir George Mc Pherson le gustaba
ese despacho imperial tan señorial y espacioso, con cuatro columnas de mármol
que enmarcaban su mesa. También las placas que recubrían las paredes de la
estancia eran del mismo mármol y le proporcionaban cierto alivio durante la
estación calurosa. Una fuente de agua fresca coronaba el salón y explicaba que
la temperatura fuera agradable en la sala incluso en las horas más calurosas.
Durante aquellos ciento veinte años, el mármol se había conservado tan pulido
como el primer día. Los habitantes de Singapur contaban que el mármol gozaba de
algún tipo de magia que lo mantenía siempre tan nuevo y tan fresco; para ellos,
el salón no tenía un carácter mundano sino mágico.
Se oyó un segundo «ring» del
teléfono. Lin Zin y sir Georges Mc Pherson volvieron a cruzar sus miradas.
Había una cierta tensión contenida en la expresión preocupada del rostro del
gobernador. Descolgó el teléfono. Mantuvo una conversación breve en un inglés
con acento escocés.
Sir George Mac Pherson terminaba la
conversación telefónica con celeridad.
Una bocanada de aire húmedo que
venía de cerca del mar entró a través del balcón abierto que había en el fondo
de la sala y lo invadió todo. Ningún pájaro atravesaba el aire denso por
delante del balcón.
Sir George estaba pálido. Colgó el
teléfono y se esperó unos segundos antes de dejar que se cortara la
comunicación.
El gobernador anunció:
—Lin Zin, tal y como me temía, creo que los días del imperio de su
majestad en Singapur se han acabado. Provisionalmente, claro... —precisó sir
George Mc Pherson con una prudencia muy británica.
El gobernador era consciente de que
aquel hombre le había servido como asistente personal con una educada
corrección, sin mover ni un pelo de la ceja. Lin Zin siempre ostentaba el
discreto papel de hacer camas, servir copas después de cenar durante los días
rutinarios de un diplomático, etc. A Lin Zin, le gustaba contemplar a su señor
agitando el brandy dentro de la gran copa con asas en forma de dragón; él se lo
traía en una bandejita de caoba, asida por sus manos pequeñas ataviadas con
guantes blancos.
Y es que a Lin Zin le daban igual
los asuntos importantes de su señor. Por aquel motivo era tan discreto: no le
importaban. Le gustaba ese trabajo por todo el cúmulo de refinamientos que
rodeaban la vida del gobernador. Porque Lin Zin, bajo aquella apariencia de
sencillez, era un ser completamente sensible de pies a cabeza. Sencillamente
disfrutaba estando allí mirando cómo, después de cenar, sir George Mc Pherson
encendía el cigarro y hacía volutas de humo hablando de cualquiera de sus
destinos anteriores: Sudáfrica, Hong Kong, India, etc. Lin Zin se deleitaba
tímidamente oyendo hablar al gobernador y eso satisfacía la pequeña vanidad
doméstica de su señor.
Lin estaba pensando en todas
aquellas cosas cuando el gobernador interrumpió el hilo de sus pensamientos
después de colgar el teléfono:
—Lin Zin, los japoneses están a punto de llegar, debemos abandonar
la isla y evacuarla. Bombardearán la ciudad hoy. ¿Quiere volver conmigo a Gran
Bretaña y ahorrarse todo lo que vendrá?
A sir George Mc Pherson le costó
reconocer una expresión en ningún sentido de su sirviente. Había topado con
aquella expresión facial china que podía llegar a ser terriblemente inexpresiva
a los ojos de un occidental. Hasta ese día nunca había hablado a su sirviente
personal con una punta de tensión en la voz. Pero aquella noche sir George Mc
Pherson no había podido evitar que esa tensión se le escapara por los labios.
La tensión se le dibujaba en las pupilas interrogantes que poseían más volumen
y más brillo que de costumbre, porque era completamente consciente de que la
situación se le escapaba de las manos y no podía hacer nada. Sacó un pañuelo
del bolsillo y se secó el sudor de la frente.
Y Lin Zin seguía sin decir nada de
nada...
Entonces fue cuando sir George Mc
Pherson captó que su sirviente se había percatado de la angustia que recorría a
su señor de pies a cabeza.
—Gracias, gobernador, pero me quedaré aquí.
—Lin, cuando yo esté fuera no podré garantizar su seguridad...
Lin se dio cuenta de que el
gobernador le había llamado por el nombre por primera vez en todos aquellos
años. Percibió que aquello representaba una prueba de estimación y de
confianza.
—Ya lo sé, si ...
—Vaya a su casa, pronto empezarán a caer las bombas y la familia
requerirá su presencia.
Hubo un apretón de manos. El primero
de aquellos largos veinte años. Y unos sentimientos comunes de afecto no
impedidos por la distancia rígida que se imponía entre el diplomático imperial
y el hijo de un coleta cortada...
Y sir George Mc Pherson desapareció,
para siempre. Todo fue tan rápido que parecía que se hubiera desvanecido en el
aire.
IV
Cuando Lin Zin salió de las lujosas
estancias del gobernador al patio del palacio que daba al exterior del
edificio, ya no quedaba nadie en la calle... Casi no se lo podía creer después
de tantos años. Él estaba acostumbrado al bullicio sin freno de aquel gran
puerto comercial; su mirada se perdía meciéndose al ritmo del vuelo de una
bandada de patos llenos de vida que pasaba por encima de grúas y barcos. Así
que aquel silencio lo estremeció.
Lin Zin no sabía qué era un
bombardeo, ni una invasión armada, jamás había vivido una. Sabía sólo que los
ingleses mandaban, que no se mezclaban con los demás y que indios y chinos
estaban allí para servir y obedecer a cambio de poder cortarse una coleta que
era símbolo de la dominación que los emperadores mongoles ejercían sobre China.
Lo había visto siempre así y eso no le llamaba nada la atención ni se sentía
tentado por cambiarlo, porque ya le iba bien su oficio y, en definitiva,
aquella sumisión también le había permitido disfrutar de un largo periodo de
paz sin sobresaltos que valoraba mucho. Su padre se había podido cortar la
coleta de la servidumbre después de servir a los ingleses toda una vida a
cambio de casi nada.
El resto del personal ya había sido
alertado de la invasión japonesa y no había querido esperar el aviso
gubernamental.
Caminó hacia el puerto.
Cerca del mar, en cambio, la calle
hervía como un hormiguero. Había familias chinas que llevaban en carros todo lo
que podían: ocas, gallinas, cerdos, incluso carpas. Coches ingleses y de las
legaciones occidentales se dirigían deprisa hacia el puerto, pitando con unas
bocinas que aún funcionaban manualmente y una sordina. Los tamiles de Ceilán
corrían detrás de sus señores. Los sijs de la India no perdían la elegancia en
el andar ni en aquella situación y, a Lin Zin, le llamó la atención que ni en
esos momentos se les caía el turbante prominente, ni abandonaban su porte
elegante.
Un alboroto de gansos, patos y
gallinas, hasta algún cerdito despavorido, clamaba a los cuatro vientos en
aquella fuga de carros chinos que chirriaban con los ejes desengrasados. Lin
Zin sonrió por un momento cuando ya en la calle todo parecía una pincelada
puntillista de sombreros cónicos de paja trenzada, y un montón de pies corrían
como si quisieran coser la calle.
Pero Lin Zin, amigo de la
contemplación, cayó de espaldas al suelo por la detonación de las primeras bombas
y pagaría muy caro ese ensimismamiento al que había cedido por su temperamento
contemplativo.
Después de levantarse y ver el
agujero que se había abierto en el suelo por una bomba que había caído cerca de
él, se despertó de su mundo imaginario y corrió hacia su casa.
Sí, dejaría la isla. Al menos eso
pensó.
Qué remedio...
Aquel agujero le había desempañado
las ideas.
V
Lin Zin tuvo que cruzar varias
calles para retomar el camino de casa. Por aquel entonces Singapur todavía no
se había convertido en una ciudad de rascacielos y jardines, como en la
actualidad, sino que estaba formada por un sinfín de callejuelas de casas
bajas, muchas de ellos callejones sin salida, donde los chinos vivían su vida
de artesanía y comercio en la calle, al aire libre; algunos ni se habían podido
procurar un toldo para mantener a cubierto del sol los alimentos que mostraban
en el tenderete. Aquel día los plátanos, los cocos, las piñas, las legumbres,
los frutos secos, los pescados y hasta el tabaco iban de un lado a otro y las
bombas y sus impactos esparcían por el suelo aquellos productos en medio del
pánico general.
Y Lin Zin llegó a casa sin temer lo
peor, cuando era lo peor lo que precisamente estaba pasando. Una buena parte de
las casas de la manzana se habían derrumbado. Los aviones japoneses habían
bombardeado el barrio.
Casi no se lo podía creer. Ni pensó
que, al doblar la esquina de su casa, el panorama podía ser peor. No había
visto nunca un bombardeo, aquél era el primero de su vida...
En los primeros momentos no había
podido comprender lo que pasaba.
Hasta que delante de lo que había
sido la puerta de casa vio únicamente una mano en el suelo y un montón de
escombros detrás.
La mano de su mujer aparecía
separada del resto del cuerpo, seguramente por el efecto de la bomba que había
caído en casa. Era lo único que le quedaba de la esposa que tanto había amado.
Había sido lanzada delante de la puerta de la calle como un papel desperdiciado
sobre la acera. Y su esposa, sus hijos, y la casa ya no estaban.
Habría reconocido aquella mano
incluso a mil kilómetros de distancia. No tenía ninguna duda. Llevaba un anillo
de plata con una perla lunar que él le había regalado. Era todo lo que quedaba
de su familia. Los escombros de la casa, que se había derrumbado completamente,
ardían como paja seca.
Y se quedó allí, de pie, entre las
columnas de humo que el viento inclinaba y lo atravesaban, mientras algunas
bombas más caían tras él y le lanzaban el apoyabrazos de una silla en la
espalda sin que él se diera cuenta.
Diez minutos antes no pensaba
marcharse de la isla.
Al ver las primeras bombas había
cambiado de opinión y había ido a buscar a la familia.
Al llegar a casa no quedaba ni casa,
ni familia, ni nada...
En aquellos momentos nada podía
importarle en absoluto.
Entonces oyó una voz que pedía
auxilio, más muerta que viva.
—Lin...
VI
Fue incapaz de moverse. Lin Zin
intentaba pensar, pero la impresión de lo que acababa de contemplar se lo
impedía porque en diez minutos habían desaparecido demasiadas personas queridas
de su vida. En diez minutos se habían esfumado todos los motivos que tenía para
vivir.
En la esfera privada, Lin Zin
mantenía dos grandes amores: su mujer con sus dos hijos (la familia) y los
pájaros. Aquella voz que acababa de oír tenía que ver con uno de esos dos
amores.
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